Nacer, vivir, crecer,
enamorase por primera vez, descubrir, llorar, caer, aprender a andar, a jugar, a
reír sin parar… Hay tanto y tan poco tiempo en la infancia para poder recordar estos
buenos momentos, que si tuviéramos que memorizar todo, no saldríamos de esa
pequeña etapa tan emotiva y especial.
Cuando somos pequeños
aprendemos cosas inimaginables, llenas de curiosidades y tan difíciles que todo
ello sorprende o nos deja llevar a un mundo de fantasía, lleno de colores y
frases, que aunque no tengan sentido nos llenan y se nos quedan grabadas por
algún tiempo.
En esa pequeña etapa somos felices, risueños,
llenos de una esencia inexplicable, juguetones, de una vida fácil y
transparente, difícil de comprender y de llevar siempre un “porqué” siempre en
la boca y con esos ojos tan llenos de ternura cuando piden algo.
Nos creemos protagonistas de
nuestro propio cuento, de esa vida tan maravillosa que tenemos con papá y mamá
y de ese perro de peluche que cuando teníamos miedo, lo agarrábamos en la cama
sin soltarle ni un segundo. Esa etapa es maravillosa y llena de cambios que nos
hacen algunas veces retroceder y seguir siendo ese inocente niño o niña que
fuimos en esa etapa tan maravillosa que es la infancia.
Yo creo que, para todo
adolescente, cuando se va dando cuenta de las cosas quiere volver atrás y ser
ese niño/a que ha sido feliz en ese pequeño y largo periodo de tiempo de
fantasía.
Cuando ya te haces adulto lo
admites, admites los problemas, luchas por lo que quieres, aunque no sea con
esa espada de goma-espuma que tenías de pequeño o que te rescatara tu príncipe azul. Lo admites
y sigues para adelante sin juegos y empezando a ser más maduro como indica esa
etapa, que llega tarde o temprano.
Pero se nos derrumba cuando tenemos a nuestro primer hijo, cuando comprendemos a nuestros padres en un largo periodo de tiempo y nos emocionamos por ser algo importantes en la vida de esa persona que también tiene una infancia. Volvemos a ser por ese momento, niños para poder darle esa fantasía, esos juegos, esas sonrisas y esas palabras que te descolocan y seguramente también se las preguntabas a tus padres. Nos damos cuenta que éramos felices a nuestra manera y eso te reconforta. Y a veces, sigues queriendo volver atrás, a esa infancia para poder darle a tu hijo todo lo que tenías tú y darle aún más. Luego volvemos a ser adultos y con vidas totalmente hechas, reconfortables o no. A esas experiencias que nos llenaron nuestras primeras sonrisas o pensamientos. Nunca seguimos hacia delante, siempre miramos a ese pasado inocente y risueño.
Y en la última etapa de la
vida recorremos todas ellas desde el final hasta el principio. Nos emocionamos,
recordamos y festejamos, lloramos por lo que se nos va y reímos por lo que viene.
Pero siempre mirando desde una mirada de niño y empezamos querer viajar a ese
pasado para cambiar cosas o volverlas a vivir. Volver a empezar recordando todo
o simplemente revivir esa vida que nos ha encandilado y ha pasado como si no tuviera
parada de tren para bajarse.
En conclusión, si nos gusta nuestra infancia, siempre estamos metidos en ella. Aunque hubiera hecho daño o hubiera sido la mejor que hayas tenido. En cualquier caso, siempre te marca en este proceso de vida, porque es la que desde un principio te lleva y no te deja a lo largo de ese recorrido tan misterioso y lleno de caminos inexplorables.